Cuando a principios del siglo XIX, varios de los otrora virreinatos americanos obtuvieron su independencia de España necesitaron construir una identidad propia; la identidad no venía de otro lado sino de crear en el extranjero un enemigo que se convirtiera en el villano capaz de unir a los miembros del Estado-nación recién formado. No por nada, el Himno Nacional mexicano reza en una de sus estrofas: “Mas si osare, un extraño enemigo, profanar con su planta tu suelo, piensa, oh patria querida, que el cielo un soldado en cada hijo te dio”.
Las naciones (si es que se puede denominar así a los países que pretendían construir su identidad) se desarrollaron en un ambiente de bastante optimismo en función de los ideales que perseguían. Vamos, cualquier circunstancia interna era menos agresiva mientras no existiese el interés extranjero en una intervención. Era una visión idílica la paz, el crecimiento económico y, sobre todo, la unión entre los diversos sectores sociales de aquellos países independientes. En el caso mexicano, la Historia, por ejemplo, sirvió como instrumento unificador al concebir a todo individuo heredero de una cultura milenaria (la “azteca), atacada por un mismo enemigo (España).
Esta visión idílica en que se construye y se sostiene una nación no fue propia del siglo XIX, en nuestros días y bajo nuevos esquemas sigue imperante. Al sostener, por ejemplo, que España deba pedir perdón, al conmemorar el 16 de septiembre como una fiesta “nacional” ante un suceso acaecido en un provincial curato del entonces obispado de Valladolid de Michoacán. El Estado, con todas sus instituciones, crea los discursos capaces de persistir esta visión utópica del pasado, del presente y del futuro.