Cuando el águila devoró la serpiente

El uso de la historia con fines políticos no es nuevo ni particular de este gobierno. 
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A unos metros del Palacio Nacional, en la Ciudad de México, y casi frente a la sede de la Suprema Corte de Justicia de la Nación se erige una representación escultórica del mito fundacional de la antigua ciudad de Tenochtitlan. Al acecho, cinco figuras humanas contemplan un águila erguida sobre un nopal, que a su vez se yergue sobre un islote, la cual devora una serpiente a la que sostiene con una de sus patas. Las esculturas, realizadas por Carlos Marquina a principios de la década de 1970 recrean una escena del Códice Mendocino.

Hoy, 13 de mayo de 2021, el gobierno mexicano conmemorará 700 años de la fundación de México-Tenochtitlan. Según la autoridad federal, el acontecimiento recreado por Marquina en el corazón del Centro Histórico debió tener lugar el 13 de mayo de 1321; sin embargo, ni la fecha, ni el sitio y mucho menos la veracidad de un suceso de tal magnitud se conoce. A decir de los arqueólogos e historiadores que estudian la época, no existe fuente que certifique este dato, pues de hecho las fechas son muy diferentes y la fundación carece de consenso. 

De hecho, la fecha fundacional de una urbe antiquísima como lo es la Ciudad de México es, grosso modo, para el gremio, un asunto poco importante. A los historiadores no les interesa comprobar el sitio exacto donde el águila se posó, si fue por la tarde o por la madrugada, ni mucho menos si el acontecimiento tuvo lugar el 13 de mayo o el 30 de septiembre, de 1321 o 1325. Lo que más atrae son las implicaciones que un evento de tal magnitud debió tener. Hay que recordar que las sociedades del México antiguo no se guiaban por el sistema calendárico occidental, por lo que la ubicación de cortes temporales previos a la llegada de los europeos (es decir, antes de 1518), en buena medida, se la debemos a interpretaciones personales de frailes y cronistas de la época. 

Los historiadores podemos cuestionar el uso político de la historia por parte de la élite gobernante, que no pocas veces (como esta, por ejemplo) ignora los estudios profesionales y retoma únicamente lo que a los intereses del Estado conviene. Pero, como lo he referido en editoriales previas, el uso de la historia con fines políticos no es nuevo ni particular de este gobierno. 

Así que resulta obsoleto molestarnos porque la administración federal cambie fechas a su antojo, tergiverse la historia y haga interpretaciones forzadas y poco matizadas sobre procesos y acontecimientos complejos. Lo interesante es que, al igual que pudo haber sucedido con los habitantes de la antigua Tenochtitlan —que crearon sus propios mitos fundacionales para justificar una especie de destino marcado por la providencia de su panteón religioso—, gobiernos como el actual parece que pretenden recrear nuevamente un mito fundacional siete siglos después. ¿Para qué? Como sucede casi siempre, para justificar políticas públicas y para forjar una identidad nacional, aunque sea con base en una historia malinterpretada y sin matices.

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