La cloaca de la discriminación

La pandemia ha atizado el universo de prejuicios que tanto imperan en la sociedad de nuestros tiempos y ha sacado a flote discursos discriminatorio.
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Estamos a escasos días de finalizar un año complicado y la pandemia nos sigue enseñando muchas cosas todavía. Desde las más sencillas como las medidas de higiene que, aún después de finalizada la contingencia sanitaria, deberemos apropiárnoslas como parte de nuestra rutina; hasta enseñarnos ─o, mejor dicho, recordarnos─ que vivimos en un mundo desigual donde la riqueza y las oportunidades están mal repartidas.

Hay quienes siguen pensando que la pobreza es una cuestión de actitud y que quien cuenta con los recursos suficientes para su bienestar es porque ha trabajado en ello con una mentalidad de rico. No obstante, el problema es bastante complejo y entran en juego muchos factores, entre ellos culturales y sociales como el color de piel, el lugar de origen, el sexo, la manera de hablar, la forma de vestir y otros tantos que contribuyen a aumentar la brecha de la desigualdad.

            No todos los niños y jóvenes tienen acceso a una computadora con internet o a una televisión para tomar sus clases a distancia; no todos los padres de familia tienen el tiempo para ayudar a sus hijos en el aprendizaje desde casa porque deben ir a trabajar. No todas las personas que han enfermado tuvieron asegurada una cama de hospital y un respirador para salir con vida del Covid, y lo único que tuvieron para salir adelante era la oración y la fe en Dios o en la religión a la que pertenecen.

  La pandemia ha atizado el universo de prejuicios que tanto imperan en la sociedad de nuestros tiempos y ha sacado a flote discursos discriminatorios que, si bien siempre existieron, hoy reaparecen bajo nuevas estigmatizaciones. Entrando en materia, podemos comenzar con la generalización de llamar “virus chino” al SARS-CoV-2 por haber sido la ciudad china de Wuhan la primera que entró en alarma. Esto a sabiendas de que, hasta el momento la discusión sobre el origen de la enfermedad que causa el Covid-19 no ha concluido.

En un espacio de observación más cercano, constantemente se atribuye la responsabilidad a las personas con bajos recursos económicos de contribuir al poco control que aún se tiene sobre la pandemia en México. Un sector de la sociedad que, independientemente de la crisis sanitaria, debe salir a trabajar para tener ingresos es vista (y aun tratada) como ignorante, poco empática o desobediente de las medidas de higiene como el uso de cubrebocas, la sana distancia o la invitación a permanecer en casa a la que todos los días recuerda el gobierno.

            Y a propósito de que nos acercamos a la conmemoración del 12 de diciembre, fecha en que se celebra ─según la tradición católica─ la aparición de la Virgen María en su advocación de Guadalupe, muchas personas se han dado cita en la Basílica del Tepeyac para visitar el santuario antes de que cierre sus puertas para evitar aglomeraciones. No han faltado los comentarios descontextualizados que atribuyen las creencias religiosas como señal de ignorancia y, más aún, asociándola a los sectores sociales menos favorecidos.

Ciertamente, como lo expresé en un editorial previo, este último caso es un problema de comunicación por parte del arzobispado de México que, pese a decidir el cierre de la Basílica de Guadalupe el próximo 12 de diciembre, su llamado a conmemorar a la Virgen desde casa no ha surtido aún el efecto esperado. Fuera de ello no hay razón para estigmatizar y enarbolar prejuicios que no contribuyen a la solución del problema.

La pandemia nos ha desnudado. Si bien todos estamos en la misma tempestad, no vamos en el mismo barco. Para saber con certeza la responsabilidad que cada uno tiene para intervenir un problema que ha dejado de ser meramente de salud, es necesario primero dejar atrás los prejuicios y advertir que al menos la sociedad en la que ahora estamos no es una sociedad justa, y que buena parte de esa injusticia nosotros mismos la hemos alimentado.

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