Una de las implicaciones más severas que pudieron y pueden todavía modificar el curso de la actual pandemia es la tendencia a la desinformación o al exceso de información tendenciosa que con propósitos particulares crean confusión entre los receptores. En circunstancias normales son peligrosas, pero cuando de ello depende el que la población sea consciente y juzgue con criterio las decisiones a tomar para hacer frente a la pandemia, la peligrosidad de la mala calidad de la información puede ser mayor.
El alcance de sus consecuencias aumenta exponencialmente cuando parte de nuestras dudas o miedos en torno a la pandemia o las vacunas se hacen públicos a través de las redes sociales. Máxime cuando quienes las transmiten cuentan con un perfil alto en la esfera pública, política o mediática. El hecho de tergiversar un estudio científico, compartir notas no verificadas o hacer uso irresponsable de la vacunación o la información referente a las medidas para atacar a la pandemia pueden generar pánico, desconfianza, actitudes y acciones inconscientes en la población.
Particularmente en México hemos atestiguado casos muy diversos como los arriba referidos. No por nada, en 2020, nuestro país ocupó el segundo lugar, después de Turquía, con mayor generación y propagación de noticias falsas sobre el Covid-19. Esto, desde luego, pudo y hoy todavía (seguiré insistiendo) puede generar alteraciones en la toma de decisiones con respecto a las medidas individuales para enfrentar la pandemia.
A mi juicio, existe un problema de responsabilidad colectiva en donde, en menor o mayor medida, hemos contribuido a la generación de la infodemia. Ergo también somos los únicos que de manera colectiva podemos frenar su avance. Pondré, por ejemplo, el caso de las vacunas, que haciendo énfasis en las diferencias de porcentaje de eficacia se ha cuestionado la compra de unas y no de otras. Esto ha generado que la población, al momento de ser llamada a su vacunación, no asista por no estar de acuerdo con la dosis que le suministrarán.